Las muñecas de la abuela. Quinta parte: final.


Minicuento de terror. Se concluirá en cinco entregas, publicándose una, diariamente, para coincidir con la noche de halloween.

Cuento participante en «Idus de Marzo» de la biblioteca municipal de Dos Hermanas.

Al entrar en la habitación… mi abuela estaba sentada en el rincón del dormitorio en una postura forzada, le podía ver claramente su rostro, había colocado de pie a su muñeca a escasos metros, ésta quedaba mirando a mi abuela y por lo tanto de espaldas a mí. La mujer estaba callada pero con la expresión desencajada, los ojos desorbitados y la boca abierta de par en par, se llevaba la mano al pecho, cerca del corazón, como para arrancar un pellizco de su propia carne. Entré en la habitación gritando, -“¿qué te pasa abuela?”. Pero ella no reaccionaba, no decía nada. Extrañamente seguía mirando a la muñeca. Al volver mi cara hacia la muñeca, estaba desvanecida en el suelo, como si fuera de trapo. Cómo podía ser si antes se tenía en pie. Al caer su vestido había quedado doblado hacia arriba y pude observar un número marcado en rojo en su barriguita de trapo, 23011959. ¿Qué significado tendría aquel número? Me preguntaba. ¿Por qué aparecía aquella niña de nuevo? ¿Tendría algo que ver cuándo señalaba a la habitación de las muñecas? Lo peor es que ese número me sugería algo. Me hacía recordar algún hecho. ¡Claro!, acababa de verlo. Era la fecha de la desaparición de mi madre, lo ponía en el recorte de periódico. Cogí la muñeca y corrí hacia la salita dónde encontré el libro, y me aseguré. Exacto. Aquella muñeca tenía pintado en su vientre el día exacto en el que mi madre desapareció, comencé a llorar, ¿qué pasaba allí? ¿Qué pretendía mi abuela con aquella muñeca y ese número? ¿Por qué siempre la tenía encima?. Entonces tomé la muñeca por la cintura, puesto que la llevaba por los pies, y le aparté el vestido de su faz para ocultarle el número y descubrir su carita. La solté. Tenía un cierto parecido asombroso a mi madre. Su pelo y sus ojos eran idénticos. Me asusté y la muñeca golpeó el suelo bruscamente, noté en ese momento que pesaba más por su cabeza, no lo había advertido en el tramo que la acarreé. Cayó bocabajo. De forma repentina se giró como un resorte al golpear el suelo y comenzó a gritar “¡Mi madre viene a por mí!” y cerró los ojos quedándose de nuevo callada. Las lágrimas de pavor e incertidumbre nunca paraban de salirme. ¿Por qué la muñeca hablaba? ¿Por qué tenía tanto parecido a mi madre? Tantas preguntas y tanto escalofrío por mi cuerpo. De repente la figura de trapo se irguió en un segundo, con movimientos muy bruscos. Retrocedí dos pasos. Sólo dijo, – “Mamá”. Y señaló a la habitación de enfrente. Por lo que corrí a la habitación de las muñecas y comencé a tirarlas todas buscando a mi madre, descubrí todas las paredes, y saltaba sobre el suelo por si sonaba de forma que me hiciera pensar que hubiera algún hueco en el mismo. Nada, no había nada. El suelo estaba todo lleno de muñecas, que tiré en el ímpetu de encontrar algún resquicio de mi madre. Mirando la estampa que había generado, que asemejo a un campo de batalla, observé que algunas muñecas quedaron con la barriguita al descubierto y justo allí había un número pintado al igual que la muñeca que se parecía a mi madre. Corrí a tomar el libro y lo llevé a la habitación. Las encontré a todas sentadas en el suelo y la espalda apoyada a la pared, en fila, con las barrigas descubiertas y las caras tapadas con sus vestidos. Miré el número de la primera y la busqué en el libro, coincidió que era la primera página. Miré el nombre de la chica desaparecida y la foto que venía en la noticia. Destapé la cara de la muñeca y cierto horror me reventó el estómago, la muñeca era igual a la chica. Continué con la segunda muñeca, que misteriosamente era la segunda página en cuestión del libro. La cara no podía ser más igual. Repasé las muñecas una a una, número y cara, aseverando las noticias. Toqué las muñecas apretándolas, estaban rellenas de arena, sólo veía una expresión humana en sus ojos y pelo. Al volverme advertí en el centro de la habitación un cuerpo de muñeca decapitado con una cabeza de trapo amputada pero sin expresión, sin pelo, sin ojos. Me acerqué y le miré el torso, justamente el número indicaba la fecha de hoy.

Subí a ver a mi abuela, estaba aún traspuesta, seguía con el mismo gesto de desconsolación con el que la dejé. La tome en brazos y la bajé. Fui a llevarla al dormitorio dónde habitaban aquellas muñecas. Ella las había cuidado y coleccionado durante toda su vida. Quizás ella pudiera calmar su dolor y ayudarles a trasmitir el mensaje que querían darnos. Me arrodillé y la coloqué en el centro de la habitación, al lado de la muñeca decapitada. Me puse de pie y alguien me tomó de la mano. Al mirar, era la muñeca que fechaba a mi madre. Me relajó tocarla, me trasmitió una paz inmensa. Me sacó de la habitación caminando y tras nosotros la puerta se cerró. Las voces de dolor se sucedieron, eran todas distintas. La muñeca, ahora en mi mano agarrada, colgaba sin vida. Después de una luz intensa que duró varios minutos y que pude ver por las rendijas de la puerta. Todo se silenció. La puerta se abrió y entré de nuevo. Ahora la muñeca decapitada estaba completamente formada. Mi abuela no estaba, pero la muñeca del centro ahora tenía su pelo, sus ojos y completada con arena. Al tomarla noté que la arena interior ardía, y al ver mis manos manchadas de la misma, supe que no era arena, sino ceniza. Y de repente comprendí todo. Mi abuela fue vil, con aquellas niñas del libro, cometió un acto completamente inhumano y terrorífico. Las secuestraba en mi propia casa, allí le arrancaba la cabellera y los ojos junto con la piel de la cara, y el resto del cuerpo lo quemaba y lo usaba para rellenar el cuerpo de trapo de aquellas tristes y furiosas muñecas sin descanso. Lo hacía con el hacha. Que golpeaba contra el suelo y esto hacía crujir los huesos de forma espantosa, lo pude comprobar aquella noche, me llegaban los sonidos del pasado, las imágenes del pasado, mostrados todos ellos por la furia y el dolor de aquellas almas inocentes que fueron asesinadas por una persona sin corazón y sin piedad, para poseer la colección del horror más sanguinaria que jamás haya conocido el ser humano.

En los días siguientes, fui investigando a través de los recortes de periódico la ubicación y nombres de las familias de aquellas niñas desaparecidas y sin ofrecerles noticia alguna de la verdad, fui entregándoles a sus hijas o nietas, en forma de muñeca, con el beneplácito de conmemorar sus muertes, indicando la fecha de su desaparición en el torso, y así ofrecerles un tributo a su alma, con la semejanza de su rostro. Dándoles así descanso eterno junto a sus familias, a aquellas niñas de inocentes figuras y que por mucho tiempo estuvieron malditas por vivir el horror y la captura de su alma. Por fin la casa descansó. En la puerta esculpí: “El mal está dentro. Jamás le den salida”.

Conmigo siempre quedó mamá.

Las muñecas de la abuela. Parte I.


Minicuento de terror. Se concluirá en cinco entregas, publicándose una, diariamente, para coincidir con la noche de halloween.

Cuento participante en «Idus de Marzo» de la biblioteca municipal de Dos Hermanas.

La sangre iba creando un camino dubitativo, el control de la habitación estaba desorientado, me preguntaba quién podía haber dejado esa marca sobre el tapiz marrón y sucio.

Dando pasos por aquella rugiente madera, de la que silenciosamente asomaban alimañas y desvencijados clavos mohosos, deduje que las eses sangrientas fueron causadas por el arrastrar de un arma de peso extremadamente descompensado como podría ser un hacha, puesto que levantaban pequeñas astillas del roble. Aunque no creía en espíritus, la manifestación súbita de algún ente delante de mis ojos era lo que más me aterraba. Sabía lo mismo que cualquier lector en este momento. Sólo eso. Me sentía aturdido. Después de recuperar los sentidos y en buena parte el conocimiento, reconocí mi propio hogar, y agarrándome fuertemente el pecho, pellizcando mi camisa jironada totalmente rota, me arrinconé en la parte más segura de la habitación, un pequeño hueco que había entre el reloj de pie y el sillón de patas delgadas, pero que tenía un respaldar ancho y tosco para ocultarme. Tuve miedo durante mucho tiempo, mientras examinaba mi cuerpo notaba aún más la desesperación en mis venas, que se inflamaban por momentos, como si el corazón naciera a centímetros de cada una de ellas. De repente escuché un golpe seco y profundo, tan fuerte que parecía venir de mi interior, pero era un sonido metálico, algo que hubiera hecho añicos cualquier otro material con el que hubiera golpeado. Me desmayé.

Algo me despertó, un aliento frío e impoluto rozó mi cuerpo entero desde el primer al último vello, me erguí rápidamente y no por voluntad propia. El corazón no me palpitaba sino que me daba unos golpes aún más fuertes que el de aquel metal aplastante. Me creía muerto en segundos, a pesar de que no veía a nadie en la sala. En las paredes, de papel mate estampado con flores, y motivos verticales de color marrón con un liso verde oscuro, sólo había dos cuadros con fotos sepias de mi abuela en la escuela, sola, sentada en su pupitre con los pies colgando y muy seria, y otro que nunca me trajo buen agüero con mis bisabuelos y todos sus hijos. Uno de ellos posaba muerto. Dícese que antes cuando algún hijo moría todos debían acompañarle en un retrato para estar siempre con él. Era tétrico y malintencionado. Imagínense un muerto a su lado ahora mismo, tranquilo y con los ojos abiertos, mirando a la cámara. Demencial.

Yo hacía tiempo que vivía solo en aquella casa, contaba con la compañía de mi abuela pero como si nada porque su estado era senil, y aquello hacia batirme con la soledad. No tenía otra familia, en cuanto a mis ascendientes, todos habían muerto o no sabía nada de ellos, tampoco tenía ni el cariño ni el calor de una madre desde hacía muchísimo tiempo, esto me aterraba. Mis descendientes, en definitiva, nunca los tuve. A mis treinta y tres años nunca había contemplado el hecho de casarme ni crear una familia, me había dolido tanto perderlo todo en mi árbol de vida, que no quería prolongar las raíces ni hacer pasar por ese sufrimiento a las personas que más quisiera en esta vida. Así llevaba veinte años, encerrado en aquella casa vieja, a las afueras de la ciudad, en una pequeña colina, con mi jardín sin césped, que guardaba con mimo la bicicleta de mi infancia y el columpio de mi niñez, que oxidado aún chillaba al sentir pasar al viento. Me había vuelto sumamente descuidado a razón que no me importaba nada más que nada.

Todo para mí era superfluo y diáfano. El espacio de las habitaciones de la casa era frío. Aún seguía manteniendo la habitación de las muñecas de porcelana, que tanto pude conocer cuando era niño, y que coleccionaba mi madre como herencia de mi abuela, nunca las había contado, pero eran más de doscientas, seguro. Siempre que pasaba por la puerta me daba un escalofrío inquietante y al ver aquella imagen cuando me asomaba a la dichosa habitación, me hacía salir huyendo y entre sollozos abrazar a mi madre, mientras ella me decía – “Son sólo muñecas cariño, no temas”. Y yo las temía cada vez más.