Bernardo Sánchez Sánchez, alias Bernardo el del cine.
Amigos. Cuando hablo de mi abuelo, que por desgracia no lo hago mucho, pues tristemente se nos olvida rememorar el pasado, me enorgullezco firmemente, y siempre da a lugar la sensación y el pensamiento de «ojalá yo hubiera sido como él». No lo digo tan sólo por el tiempo que yo pude vivir junto a él, si no porque así cada persona (conocida o no), a la que le hablo y lo conoció, me cuenta de él. Se les enciende el rostro, acompañado del alma, para decirme: -«¡Claro!, claro que sé quién era, Bernardo. Una persona más buena». Entre otros comentarios más benevolentes y donosos.
Alzaba la pierna por encima del sillín y la barra, hasta caer en el pedal la suela de su zapato, tomaba con una mano la punta del manillar, con la otra apoyaba y daba firmeza, al canuto de carteles que sostenía bajo el brazo. Con la pierna que mantenía apoyada en el suelo, impulsaba esa maravillosa bicicleta que transportaba los sueños de todos los nazarenos, la imagen, el cartel imposible de la magia del cine que esos días se proyectaban en nuestras salas. En el cine «Español», con ese entrelargo perpendicular a la disposición del feo teatro que en la actualidad tenemos. O en el cine «Rocío», situado en la calle-plaza «La Mina». O en tiempos más cálidos, en el cine «Verano» ¿Quienes de ustedes recuerda al «Moro» un perro negro que guardaba el cine de verano? Siempre que pasaba por las grandes puertas de barras amaderadas de color azul, una grande central y dos pequeñas laterales, lo llamaba y me daba la pata en señal de saludo con la gran lengua rosada fuera. Gran guardián, te echo de menos a ti también.
Recordando el cine, le recuerdo a él. Portero, taquillero, acomodador, cartelista (que no carterista), cuidador, vigía, etc. Nunca le gustaba que le dijera que trabajaba en el cine, porque me decía que él vivía en el cine. Y literalmente era así. Calle Purísima Concepción, 15. Casa comunicada directamente al patio de butacas del cine de Rocío, como se conocía o decía yo, aún lo digo al referirme a él.
Mi abuelo era bondad. Los niños, que ahora grandes me cuentan que cuándo no tenían dinero para ver las ilusiones, la magia del cine (imagínense aquella época), que era siempre o casi siempre, mi abuelo los «colaba». Eso para mí, es tan bonito. Las personas que necesitaban más esas ilusiones; no tenían para pagarlas. Y mi abuelo, las hacía posibles. Hoy día para mí, mi abuelo es más de lo que yo conocía, además de bondad, era mago, prestidigitador, propulsor de ilusiones, de lágrimas, de cariño…
Abuelo, la vida te llevó pronto, casi con tu nuevo traje puesto y a medida, para cuidar tu nuevo cine, el nuevo teatro Juan Rodríguez… Quizás Dios quiso que jamás pisaras esta horripilante construcción, en la que convirtieron tu cine, el verdadero cine, el que yo entre asientos y linternas recuerdo.
Gracias abuelo.
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